Hacía casi
quince años que no volvía al que fue mi instituto, pero la graduación de mi
sobrina era algo que no podía perderme.

-¡Buenas
tardes Sr. Serrano!- una voz me abstrajo de mis divagaciones, pero lejos de
traerme de vuelta a la realidad, me llevó muchos años atrás en el tiempo.
Eran
tiempos de cambio. Adolescentes con las hormonas desatadas y todo un mundo por
descubrir. En ese mundo tuvieron mucho que ver una imaginación desbordante y la
Srta. Martínez.
Montserrat
Martínez era la profesora de lengua española. Apenas superaba la treintena y
para los alumnos que comenzábamos nuestro despertar a nuevas sensaciones era todo
un icono. A pesar de no ser excesivamente alta tenía una figura esbelta,
repletas de insinuantes curvas. Dos esmeraldas iluminaban desde su cara todo lo
que tenía alrededor.
Me
vino a la memoria una tarde del mes de junio. Una inoportuna visita al médico
me había impedido acudir a la revisión de mi examen (sabía que no había mucho
que hacer, pero me faltaba medio punto para aprobar y tenía que intentarlo).
Esperé que terminara la clase y le expliqué la situación a la Srta. Martínez.
Me miró a través de esas gafas que tanto juego daban en mis fantasías y me
pidió que le acompañara a su despacho para hacer una última corrección.
El
instituto estaba prácticamente vacío cuando comenzamos a subir hacia el segundo
piso. Por aquel entonces ya era antiguo y las escaleras que llevaban a los
despachos eran estrechas, obligándome a caminar detrás de ella. Llevaba una
falda negra ajustada, un poco por encima de las rodillas y unos zapatos de
tacón negros. Al subir los escalones, sus caderas se contoneaban y mi vista se
perdía imaginando las delicias que se adivinaban bajo esa tela. La subida se me
hizo eterna; al llegar a la puerta del despacho respiré profundamente antes de
entrar.

-¡Hola Srta.
Martínez! No ha cambiado nada en estos quince años.