No
paraba de sudar. Esperaba que el tranquilizante que le habían pinchado no
tardara en hacer efecto pero, mientras tanto, temblaba en una esquina del
vestuario con el traje a medio poner. El estómago no paraba de jugársela y
corrió hacia el lavabo para vomitar por quinta vez.
Intentó
controlar su respiración mientras las náuseas parecían remitir. Nunca llegó a
pensar que el miedo podría atenazarle en un momento como este. Pasó toda su
infancia escuchando a su abuelo historias sobre sus viajes espaciales y la idea
de ver la Tierra desde fuera de la atmósfera era lo que le había empujado a
superar todas las pruebas hasta llegar al día D.
Terminó
de vestirse lentamente, parecía que la medicación surgía efecto y por fin podía
controlar sus nervios. Atrás quedaban los entrenamientos en gravedad cero y los
simulacros que incluso le hacían disfrutar al tener la certeza de que lo único
parecido a un despegue eran las sensaciones. La seguridad de saber que la
maqueta en la que hacían las pruebas no se elevaría nunca aceleró sus
pulsaciones más de lo normal.
Hoy todo
era distinto.
Por
primera vez, una “explosión controlada” a escasos metros de su espada lanzaría
al transbordador hacia el espacio exterior (esa expresión siempre le había
hecho gracia). Los expertos decían que no era peligroso, que todo estaba
controlado, pero el culo que descansaba sobre los reactores que impulsarían la
nave no era el de ninguno de esos valientes.
Ocupó
su lugar sin hablar con nadie. Sus dos compañeros tenían cosas que hacer
durante el despegue, pero su trabajo comenzaría cuando la nave comenzase a
orbitar entorno a nuestro planeta.
-Es una imagen imposible de
olvidar- le repetía su abuelo una y otra vez- Una preciosa esfera verde, azul y
blanca. Nadie que no lo supiera podría imaginar la vida que guarda en su
interior.
Se
repetía esas conversaciones una y otra vez a medida que el ruido iba creciendo.
Fueron esas historias y el brillo en los ojos del viejo al contarlas, las que
le animaron a forjar su camino. Volvió a sudar, incluso se le empañaron los
ojos al pensar lo orgulloso que su abuelo estaría de él. Se aferró a su asiento
y al terminar la cuenta atrás, la fuerza centrífuga hizo que agarrarse no fuera
necesario. Intentó aislarse concentrándose en el recuerdo de aquellas charlas
mientras se elevaba cada vez a mayor velocidad.
Todo
fue más rápido de lo que esperaba y antes de darse cuenta, la nave se movía
suavemente, completamente estabilizada. Notó como su cuerpo seguía pegado al
asiento tan solo porque los cinturones le sujetaban. Se soltó y, ansioso, flotó
hacía una de las ventanas. Una bola gris y marrón ocupaba el lugar donde debería
estar nuestro diminuto planeta azul.
Bajó
la mirada y rompió a llorar.
Precioso relato, David. Sencillo, humano, y muy bien escrito. Esperemos que se quede en el dominio de la fantasía y que nunca llegue a hacerse realidad.
ResponderEliminarUn beso.
Por el bien de todos, yo también lo espero aunque me parece que el camino que llevamos nos acerca demasiado al planeta del relato...
EliminarUn beso