Poca gente sabe de nuestra existencia, aunque para ser sincero, a día de hoy
tendría que hablar solo de mi existencia. En otra época, los seres como yo
abundábamos en la Luna. Sí, esa Luna que los humanos veis cada noche y de la que
presumís haber pisado como gran logro. Pues cuando llegasteis, yo ya estaba aquí.
Antes de que el hombre comenzara a erguirse y dar sus primeros pasos, yo ya
estaba aquí.
Mi raza es
algo que escaparía a vuestros razonamientos. Somos seres gaseosos que vagamos por
la superficie lunar con poco más que hacer que observar a nuestros vecinos
terrestres. Porque sí, desde aquí somos capaces de ver con claridad la aguja
que hace años tu abuela perdió en el pajar de la casa del pueblo. En
circunstancias normales somos inmortales, aunque el aburrimiento nos mate. Ha
sido precisamente ese aburrimiento lo que ha provocado que yo sea el único de
mi especie que sigue con vida. Podemos bajar a la Tierra durante la luna roja
y, si queremos, transformarnos en el ser vivo que queramos para sentir, vivir y
morir formando parte de vuestro entorno antes de volver a casa. Hasta siete
veces tenemos la oportunidad de habitar fuera de nuestro planeta, pero cuando
el ser que elegimos para nuestra séptima vida fallece, nuestra existencia
termina de forma definitiva. Todos mis congéneres agotaron sus vidas antes del
renacimiento, por lo que ahora más que nunca, paso los días y sobre todo las
noches, mirando ese planeta que en un tiempo fue marrón, verde y azul y que
ahora se vuelve cada vez más gris, más oscuro.
Durante mis seis vidas anteriores solo en una ocasión fui humano, suficiente
para no querer repetir. Disfruté más siendo mariposa (hasta que un
coleccionista me diseco) o árbol (hasta que un leñador me separó de mis raíces)
que siendo persona. Sin normas, sin la obligación de convivir ni aparentar, tan
solo disfrutando de cada minuto.
Hace meses, cuando las nubes y la contaminación lo permite, paso largos
periodos de tiempo observándola. Es una de las criaturas más bellas que he
podido ver desde mi privilegiada atalaya. La veo sentada en la terraza de su
casa durante las noches de verano, leyendo y saltando de un párrafo a otro
mientras su imaginación le ayuda a evadirse de un mundo con el que no está de
acuerdo pero del que intenta disfrutar. Le encantan los animales. Hasta hace
poco tenía un perrito de aguas que le hacía compañía pero le producía una
extraña alergia, así que terminó por regalárselo a sus vecinos. Cada tarde
juega un rato con él y si el tiempo lo permite, lo saca a pasear por la playa
cercana. Los picores que producen esos breves roces, quedan de sobra
compensados con un simple movimiento de rabo. Cada vez lo tengo más claro, mi
última vida la pasaré a su lado.
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Ronroneo mientras me acaricia. Está sentada junto a la mesa de la terraza
devorando el último libro que ha caído en sus manos. Una taza humea sobre la
mesa y al seguir el vapor con la mirada, mis ojos se clavan en el que fue mi
hogar. Enorme, redonda, brillante como pocas veces se puede disfrutar desde
aquí, me observa en los que sabe que son mis últimos años. Los más felices de
mi existencia.