Supe que algo iba mal en cuanto escuché cerrarse la puerta. Sus pasos acelerados hacia la habitación, sin descalzarse en el recibidor como tenía por costumbre, terminaron de confirmar mis malos presagios. Desolada, se volcó en mí como tantas veces había hecho antes. Le había dejado y su mundo se hundía de forma vertiginosa. Se acabaron las tardes comiéndose a besos protegidos por la oscuridad de la sala de cine, se acabaron las citas exprés para saciar su amor (al menos el de ella) en hoteles apartados de la miradas indiscretas. Se acabó. Le confesó que esperaba un segundo hijo con su mujer y que ya había puesto a su familia en peligro durante demasiado tiempo por un juego que no le aportaba nada. Ni se dignó a escuchar sus desesperadas suplicas, se levantó y le dio la espalda. Se fue sin un beso de despedida ni un triste buena suerte, tan solo se giró y salió de la cafetería sin más.
No paraba de repetirme que era él, que era el hombre de su vida y que seguro que recapacitaría, aunque sus ojos inundados en lágrimas me dijeran que era consciente de que aquella historia había tocado a su fin.
Se quedó
dormida entre sollozos, vencida por el agotamiento, justo cuando la luna
comenzaba a iluminar la habitación impregnando el ambiente nocturno con su
olor. Hoy era un olor amargo y salado, como las lágrimas que hace poco humedecían
el rostro de mi ángel o como las que tendrían que estar resbalando por mis
frías mejillas. No era la primera vez
que le rompían el corazón y que yo, como siempre había hecho, escuchaba
sus lamentos enfadado con el mundo. No soportaba verla así, no soportaba ser
consciente de su sufrimiento sin haber podido advertirle unos meses atrás,
cuando la ilusión que pintaba su cara hacía que me muriera de celos. No
soportaba no poder rodearla con mis brazos y susurrarle al oído que no se
preocupara, que todo iría bien, que yo estaba a su lado. No soportaba hacer lo
único que podía hacer, escucharla de pie, permanecer a su lado con mi rifle al
hombro intentando no temblar de rabia, impotencia o lo que sea que siento mientras
lloro sin lágrimas. Porque es lo que se espera de nosotros. Tenemos que ser
fuertes, los soldados ni temblamos, ni lloramos y, menos aún, si somos de
juguete.
Desde ambos lados de un adiós, me ha encantado el planteamiento.
ResponderEliminarUn abrazo
Y las armas las carga el diablo.
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