viernes, 17 de febrero de 2017

¡BUEN CAMINO!



     Se despertó antes de que le sonase el despertador. Todavía no entraba luz por las ventanas, pero sus compañeros de albergue provocaban ruidos involuntarios constantemente. No eran los gritos que años atrás le hacían perder los nervios, pero sí lo suficiente para comprender que sería inútil perder el tiempo intentando volver a conciliar un sueño que nunca llegaría. Fue al lavabo en silencio. Se lavó las manos, la cara y los dientes. Al terminar de enjuagarse se quitó los restos de pasta de dientes volviéndose a lavar cara y manos. En la litera que le habían asignado ya tenía todo listo para perder el menor tiempo posible. Calcetines sin costuras, pantalones, una sudadera fina y una camiseta transpirable que se colocaría en ese orden (un hombre debe empezar vistiéndose por los pies, le decía su padre)y botas de montaña, cómodas y muy utilizadas, como le habían aconsejado. Ató con fuerza los cordones y terminó de meter las cosas en la mochila dispuesto a cargar con ella durante las horas que le costase cubrir los treinta kilómetros que le separaban de su destino de hoy.

     Al salir a la calle notó finas gotas de lluvia caer sobre su despoblada cabellera. Durante las tres semanas que llevaba en camino no se había afeitado ni la barba, ni el cuero cabelludo, pero a pesar de que en su cara si se notaba esa dejadez, en el resto de la cabeza el pelo no crecía tan rápido como a él le habría gustado. El contacto con el agua fría terminó de activarle y decidido, se adentró en la noche camino del sendero en el que una pequeña flecha amarilla le indiciaba la dirección a seguir.

     Al entrar en el bosque todo cambió. La lluvia dejó de mojarle y aunque por el sonido que producía al caer sobre los árboles daba la sensación de que estaba arreciando, el espeso follaje actuaba como techado natural evitando que el agua mojara directamente el sendero por el que discurrían los primeros pasos de aquella mañana de principios de Julio. Había pasado anteriormente por parajes como ese: cuando la luz bañaba  la arboleda, transitar por estrechos senderos franqueado por altos y frondosos árboles incluso había llegado a hacerle disfrutar de su momentánea soledad. Su mente no pensaba en nada más allá del siguiente recodo, al fin y al cabo, para eso inició este viaje. Sin embargo la oscuridad lo cambiaba todo. Para alguien como él, que había sido privado de su libertad durante tanto tiempo, sentirse encerrado entre las tinieblas del  bosque podría suponer un problema y aunque de día resultó una experiencia agradable, las sombras de la noche le traían de vuelta sus peores fantasmas.

     Encendió la pequeña linterna para intentar mitigar la ansiedad que comenzaba a asaltarle. Las nubes retrasarían un poco más el amanecer y sin la luz del sol, a él le parecía escuchar el ruido de un monstruo detrás de  cada árbol, la risa de una meiga tras cada roca, una voz susurrando su nombre en cada curva del camino... El sonido de la lluvia fue sustituido por el de un riachuelo que discurría junto a la senda pero eso no calmó sus nervios. Aceleró el paso viendo cerca el final del bosque y temiendo que si seguía mucho más allí dentro, las voces del pasado alcanzarían su cabeza.

     Salió del bosque a la vez que los primeros rayos del Sol aparecían iluminando el día entre unas nubes que tocaban retirada. A sus pies se extendía una larga ladera con poca inclinación y que todavía emanaba olor a trigo recién segado. Las partes de la era que todavía no había sido cortada se movía al ritmo que marcaba un suave viento del norte esperando que la cosechadora diese cuenta del cereal y transformase los restos en fardos como los que había amontonados junto al camino al que se había incorporado. Era más amplio que el sendero del bosque, pero la sensación de desasosiego seguía acompañándolo. Se dejó ir bajando hacia el valle que le conduciría a la pequeña aldea en la que había decidido desayunar. Si todo iba bien, en veinte minutos estaría allí y seguro que un buen desayuno le reconfortaría.

     Sentado en la terraza del bar, daba buena cuenta de las tostadas con aceite y el café con leche que había pedido. Dos mesas más allá, una pareja se lanzaba miradas cómplices mientras reían por cualquier cosa sin importancia.

-¡Míralos! –escuchó una voz en su interior y al alzar la vista, lo vio sentado a su lado. Hacía tiempo que lo había desterrado, pero las sensaciones de esa mañana le hacían presagiar lo peor. Estaba como la última vez que lo vio - ¡Restregándote su felicidad por la cara! Recordándote que eres un trozo de mierda al que nadie querrá nunca…

     Agachó la cabeza, pero le resultaba imposible ignorarlo. Sus palabras retumbaban dentro de su mente y notaba como comenzaban a hacer mella en su débil fuerza de voluntad. Le parecía notar su fétido aliento en su oído mientras le repetía una y otra vez lo injusto de la situación.
-¡Mátalos! Aquí te será fácil encontrar un lugar y nadie podrá relacionarte con ellos. No es justo que paseen su felicidad por delante de tus narices mientras que a ti nadie te da ni un triste “buenos días”.

     Se levantó de golpe de la silla y se dirigió al lavabo alterado. Estuvo a punto de tirar la bandeja de la camarera con la que se disculpó entre sollozos antes de entrar y cerrar la puerta tras de él. Empapado en sudor, se miró al espejo para cerciorarse que seguía allí. Detrás de su reflejo, esa cara carga de odio le miraba con los ojos inyectados en sangre y sin parar de vomitar maldades.

-¡Vamos! Sal y busca un sitio para sorprenderlos. Puedes hacerlo. Puedes matarlos… ¡Ya lo hiciste una vez!

     Respiró hondo, y con manos temblorosas buscó la pastilla en el interior de su billetero. Mientras la tragaba bebiendo agua directamente del grifo, recordó los consejos de su doctor en las largas tardes de terapia y se trasladó mentalmente. Viajó a la playa en la que tan feliz fue durante su adolescencia. Notó la brisa refrescando su rostro, el sonido de las olas, la arena caliente entre los dedos de sus pies… Al abrir los ojos, la bestia que hacía tanto convivía con él había desaparecido.

     Mientras pagaba y recogía sus cosas, decidió que en cuanto volviera a Barcelona visitaría a su psiquiatra. Los episodios cada vez eran menos frecuentes y aunque parecía poder controlarlos con la medicación, no quería arriesgarse a volver a caer. Quince años encerrado en un psiquiátrico y el peso sobre su conciencia de haber sesgado una vida ya le parecían suficiente castigo por una puta enfermedad.

-¡Buen camino!- le dijo el chico que esperaba en la puerta a que su pareja saliera del baño.

-¡Buen camino!-contestó con una sonrisa antes de poner rumbo a Santiago.

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