Se
despertó antes de que le sonase el despertador. Todavía no entraba luz por las
ventanas, pero sus compañeros de albergue provocaban ruidos involuntarios
constantemente. No eran los gritos que años atrás le hacían perder los nervios,
pero sí lo suficiente para comprender que sería inútil perder el tiempo
intentando volver a conciliar un sueño que nunca llegaría. Fue al lavabo en
silencio. Se lavó las manos, la cara y los dientes. Al terminar de enjuagarse
se quitó los restos de pasta de dientes volviéndose a lavar cara y manos. En la
litera que le habían asignado ya tenía todo listo para perder el menor tiempo
posible. Calcetines sin costuras, pantalones, una sudadera fina y una camiseta transpirable
que se colocaría en ese orden (un hombre debe empezar vistiéndose por los pies,
le decía su padre)y botas de montaña, cómodas y muy utilizadas, como le habían
aconsejado. Ató con fuerza los cordones y terminó de meter las cosas en la
mochila dispuesto a cargar con ella durante las horas que le costase cubrir los
treinta kilómetros que le separaban de su destino de hoy.
Al
salir a la calle notó finas gotas de lluvia caer sobre su despoblada cabellera.
Durante las tres semanas que llevaba en camino no se había afeitado ni la
barba, ni el cuero cabelludo, pero a pesar de que en su cara si se notaba esa
dejadez, en el resto de la cabeza el pelo no crecía tan rápido como a él le
habría gustado. El contacto con el agua fría terminó de activarle y decidido,
se adentró en la noche camino del sendero en el que una pequeña flecha amarilla
le indiciaba la dirección a seguir.
Al
entrar en el bosque todo cambió. La lluvia dejó de mojarle y aunque por el
sonido que producía al caer sobre los árboles daba la sensación de que estaba
arreciando, el espeso follaje actuaba como techado natural evitando que el agua
mojara directamente el sendero por el que discurrían los primeros pasos de
aquella mañana de principios de Julio. Había pasado anteriormente por parajes
como ese: cuando la luz bañaba la
arboleda, transitar por estrechos senderos franqueado por altos y frondosos
árboles incluso había llegado a hacerle disfrutar de su momentánea soledad. Su
mente no pensaba en nada más allá del siguiente recodo, al fin y al cabo, para
eso inició este viaje. Sin embargo la oscuridad lo cambiaba todo. Para alguien
como él, que había sido privado de su libertad durante tanto tiempo, sentirse
encerrado entre las tinieblas del bosque
podría suponer un problema y aunque de día resultó una experiencia agradable,
las sombras de la noche le traían de vuelta sus peores fantasmas.
Encendió
la pequeña linterna para intentar mitigar la ansiedad que comenzaba a
asaltarle. Las nubes retrasarían un poco más el amanecer y sin la luz del sol,
a él le parecía escuchar el ruido de un monstruo detrás de cada árbol, la risa de una meiga tras cada
roca, una voz susurrando su nombre en cada curva del camino... El sonido de la
lluvia fue sustituido por el de un riachuelo que discurría junto a la senda
pero eso no calmó sus nervios. Aceleró el paso viendo cerca el final del bosque
y temiendo que si seguía mucho más allí dentro, las voces del pasado alcanzarían
su cabeza.
Salió
del bosque a la vez que los primeros rayos del Sol aparecían iluminando el día
entre unas nubes que tocaban retirada. A sus pies se extendía una larga ladera
con poca inclinación y que todavía emanaba olor a trigo recién segado. Las partes
de la era que todavía no había sido cortada se movía al ritmo que marcaba un
suave viento del norte esperando que la cosechadora diese cuenta del cereal y
transformase los restos en fardos como los que había amontonados junto al
camino al que se había incorporado. Era más amplio que el sendero del bosque,
pero la sensación de desasosiego seguía acompañándolo. Se dejó ir bajando hacia
el valle que le conduciría a la pequeña aldea en la que había decidido
desayunar. Si todo iba bien, en veinte minutos estaría allí y seguro que un
buen desayuno le reconfortaría.
Sentado
en la terraza del bar, daba buena cuenta de las tostadas con aceite y el café
con leche que había pedido. Dos mesas más allá, una pareja se lanzaba miradas
cómplices mientras reían por cualquier cosa sin importancia.
-¡Míralos! –escuchó una voz en su
interior y al alzar la vista, lo vio sentado a su lado. Hacía tiempo que lo
había desterrado, pero las sensaciones de esa mañana le hacían presagiar lo
peor. Estaba como la última vez que lo vio - ¡Restregándote su felicidad por la
cara! Recordándote que eres un trozo de mierda al que nadie querrá nunca…
Agachó
la cabeza, pero le resultaba imposible ignorarlo. Sus palabras retumbaban
dentro de su mente y notaba como comenzaban a hacer mella en su débil fuerza de
voluntad. Le parecía notar su fétido aliento en su oído mientras le repetía una
y otra vez lo injusto de la situación.
-¡Mátalos! Aquí te será fácil
encontrar un lugar y nadie podrá relacionarte con ellos. No es justo que paseen
su felicidad por delante de tus narices mientras que a ti nadie te da ni un
triste “buenos días”.
Se
levantó de golpe de la silla y se dirigió al lavabo alterado. Estuvo a punto de
tirar la bandeja de la camarera con la que se disculpó entre sollozos antes de
entrar y cerrar la puerta tras de él. Empapado en sudor, se miró al espejo para
cerciorarse que seguía allí. Detrás de su reflejo, esa cara carga de odio le
miraba con los ojos inyectados en sangre y sin parar de vomitar maldades.
-¡Vamos! Sal y busca un sitio para
sorprenderlos. Puedes hacerlo. Puedes matarlos… ¡Ya lo hiciste una vez!
Respiró
hondo, y con manos temblorosas buscó la pastilla en el interior de su
billetero. Mientras la tragaba bebiendo agua directamente del grifo, recordó los
consejos de su doctor en las largas tardes de terapia y se trasladó
mentalmente. Viajó a la playa en la que tan feliz fue durante su adolescencia.
Notó la brisa refrescando su rostro, el sonido de las olas, la arena caliente
entre los dedos de sus pies… Al abrir los ojos, la bestia que hacía tanto
convivía con él había desaparecido.
Mientras
pagaba y recogía sus cosas, decidió que en cuanto volviera a Barcelona
visitaría a su psiquiatra. Los episodios cada vez eran menos frecuentes y
aunque parecía poder controlarlos con la medicación, no quería arriesgarse a
volver a caer. Quince años encerrado en un psiquiátrico y el peso sobre su
conciencia de haber sesgado una vida ya le parecían suficiente castigo por una
puta enfermedad.
-¡Buen camino!- le dijo el chico que
esperaba en la puerta a que su pareja saliera del baño.
-¡Buen camino!-contestó con una
sonrisa antes de poner rumbo a Santiago.
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