miércoles, 8 de febrero de 2017

LO QUE DEJAMOS ATRAS

Vertió una buena cantidad de bourbon en el vaso que tenía sobre la mesa y se quedó contemplando como los dos hielos de su interior se movían bañados por el licor. Era su momento. Su vida había dado un giro años atrás y los instantes de tranquilidad eran cada vez más escasos.

Añoraba los ratos de soledad junto al remanso del río, leyendo o escribiendo sentado en el tronco de aquel viejo sauce que una crecida había volcado en la orilla. Lejos quedaban las horas en las que abrazado a su guitarra, rasgaba las cuerdas y entonaba dulces canciones para intentar embaucar a alguna de las chicas que veraneaban en el pueblo.

El viaje a la capital lo cambió todo, pero era un cambio necesario. Pasó de ser alguien conocido por todo el mundo, a ser una gota más en el mar de gente que habitaba la ciudad. Hasta en esos duros momentos se sentía más feliz que ahora. Le abrumaban las multitudes, pero aquellos días tocando en los pasillos del metro le hacían sentirse vivo. Fue allí donde la vio por primera vez. Siempre encontraba un segundo en el ajetreo matutino para pararse a escuchar un par de canciones y soltar unas monedas en la funda de su guitarra. No era consciente de que esos ojos inspiraban sus melodías, sus letras, sus ganas de seguir adelante…

Y siguió adelante, aunque por el camino perdió las ganas entre bares, copas de alcohol y mujeres de una noche. Buscando inspiración en camas vacías y encontrándola sólo en el recuerdo de unos ojos imposibles de olvidar.


Mientras apuraba el vaso alguien golpeó la puerta. Cambió su camiseta, se mojó la cara y se la secó antes de caminar hacia el escenario. Los focos estaban apagados, el resto de músicos en su sitio y cincuenta mil personas a sus pies dispuestas a cantar a gritos sus canciones. Tocó los primeros acordes de un viejo tema y un cosquilleo recorrió su espalda. Le miraba en silencio desde la primera fila, sonriendo, como si fuera una mañana de martes en un pasillo del metro.

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