“Siempre
tomo el metro en la estación de Baywater…”
Miraba la
frase hipnotizado, con la mente más en blanco que el resto de la hoja. Llevaba
así meses. Escribía, leía, rompía y volvía a empezar. No lograba ningún inicio
que le convenciera. Tenía clara la primera frase y las directrices que
marcarían el devenir de la historia, pero cuando se sentaba a intentar
plasmarla en el papel todo parecía perder sentido. Tenía claro incluso que su
tercera novela transcurriría íntegramente en Londres.

Esa día
había seguido su rutina y allí estaba, sentado con su copa de vino frente a esa
maldita hoja en la que dos horas después solo se podía leer la misma frase.
Vació el resto de la botella en la copa y miró el cielo. Se le pasó por la
cabeza salir a pasear para aclarar sus ideas, aunque el cansancio y los efectos
del alcohol le recomendaban quedarse en casa.
La
niebla empezaba a hacer acto de presencia. Durante todo el día el cielo había
estado tapado y no había dejado de caer esa fina lluvia a la que los
extranjeros solían ignorar pero que terminaba por dejarlos hechos una sopa.
Hacía un rato que notaba una sensación extraña, sin tener claro por qué, se
sentía observado desde que cruzó el puente de Westminster. Había decidido
atravesar los parques para llegar a coger el metro en la estación de Baywater.
Aunque no era el camino más corto le apetecía caminar, pero a medida que dejaba
atrás St. James y Green Park y se adentraba en Hyde Park, la sensación de
desasosiego iba en aumento.

- - Ya es tarde, demasiado tarde…
Escuchó
la voz de su editor mientras la afilada hoja de una daga entraba por su espalda
antes de que lo lanzase hacia la oscuridad.
Despertó
sobresaltado al notar el frío contacto con el agua. Gotas de sudor perlaban su
frente y el corazón le iba a mil pero a su alrededor seguía reinando la calma.
La vela le indicaba que no había permanecido dormido durante mucho tiempo. Miró
el papel, cogió el bolígrafo y se dejó llevar.