“Siempre
tomo el metro en la estación de Baywater…”
Miraba la
frase hipnotizado, con la mente más en blanco que el resto de la hoja. Llevaba
así meses. Escribía, leía, rompía y volvía a empezar. No lograba ningún inicio
que le convenciera. Tenía clara la primera frase y las directrices que
marcarían el devenir de la historia, pero cuando se sentaba a intentar
plasmarla en el papel todo parecía perder sentido. Tenía claro incluso que su
tercera novela transcurriría íntegramente en Londres.
Se mudó
allí. Alquiló una pequeña casa en un barrio residencial a las afueras. Una casa
estrecha, con dos plantas muy sencillas, pero con un patio interior que le conquistó
desde el primer momento. Un pequeño porche presidido por una mesa y dos sillas
de teca daban paso a un pequeño jardín en el que un par de rosales y una dama
de noche ocupaban el espacio sin llegar a saturarlo. Entre los guijarros más
cercanos a la casa, crecían unas enredaderas que trepaban por las columnas de
madera dando una enorme sensación de frescor al porche. En cuanto la vio
decidió que allí sería donde le daría forma. De día visitaría la ciudad,
leería, haría algo de deporte y algún ejercicio de escritura de esos que tanto
activaban su mente. De noche saldría al pequeño porche con una copa de vino,
encendería dos velas y daría rienda suelta a su imaginación vomitando su gran
historia sobre una infinidad de cuartillas.
Esa día
había seguido su rutina y allí estaba, sentado con su copa de vino frente a esa
maldita hoja en la que dos horas después solo se podía leer la misma frase.
Vació el resto de la botella en la copa y miró el cielo. Se le pasó por la
cabeza salir a pasear para aclarar sus ideas, aunque el cansancio y los efectos
del alcohol le recomendaban quedarse en casa.
La
niebla empezaba a hacer acto de presencia. Durante todo el día el cielo había
estado tapado y no había dejado de caer esa fina lluvia a la que los
extranjeros solían ignorar pero que terminaba por dejarlos hechos una sopa.
Hacía un rato que notaba una sensación extraña, sin tener claro por qué, se
sentía observado desde que cruzó el puente de Westminster. Había decidido
atravesar los parques para llegar a coger el metro en la estación de Baywater.
Aunque no era el camino más corto le apetecía caminar, pero a medida que dejaba
atrás St. James y Green Park y se adentraba en Hyde Park, la sensación de
desasosiego iba en aumento.
Miró
hacia atrás pero no vio a nadie. La niebla era cada vez más densa y aunque las
farolas estaban encendidas hacía un buen rato, su luz dejaba muchas zonas con
esa opacidad que impedía saber que había más allá. Aceleró el ritmo mientras
maldecía no haber cogido el metro antes a sabiendas que en ese estado no podría
admirar la belleza del parque. Al cruzar el puente sobre la larga laguna, algo
le empujó contra la barandilla.
- - Ya es tarde, demasiado tarde…
Escuchó
la voz de su editor mientras la afilada hoja de una daga entraba por su espalda
antes de que lo lanzase hacia la oscuridad.
Despertó
sobresaltado al notar el frío contacto con el agua. Gotas de sudor perlaban su
frente y el corazón le iba a mil pero a su alrededor seguía reinando la calma.
La vela le indicaba que no había permanecido dormido durante mucho tiempo. Miró
el papel, cogió el bolígrafo y se dejó llevar.
Bueno, quizá esa pesadilla es su detonante creativo. Estupendo relato, David. Aprovecho para desearte que pases un verano fantástico y lleno de inspiración. Saludos!
ResponderEliminarGracias e igualmente, tocayo!!
EliminarEl daño que puede hacer una mente en blanco, sea sueño o no.
ResponderEliminarBuen relato. Mónica
Gracias Mónica... y bienvenida a mi rinconcito!!
EliminarMuy buena introducción para lo que sin duda será una excelente relato, :)
ResponderEliminarCuando las ideas se dan a la fuga parece casi imposible hilar una historia, por suerte son solo rachas creativas.
Un abrazo.
Pues la verdad es que no tenía en mente continuar, pero tal vez salga algo interesante para una segunda parte!!!
EliminarUn abrazo!