Remedios
se detuvo en el portal del bloque de pisos en el que habitaba su hermana, se
colocó bien el pañuelo con el que se cubría el cuello y abotonó el abrigo antes
de salir a la calle. Hacía años que se protegía del frío con el mismo abrigo. “Es
que ha salido muy bueno”, solía decir a sus hijas, “ya no hacen abrigos como
los de antes”. El invierno en el norte era duro, pero en la ciudad se llevaba
mejor que en el campo. A estas alturas del año, su pequeña aldea ya debía estar
completamente nevada. Imaginó los tejados de pizarra teñidos de blanco y todas
las chimeneas del pueblo echando humo. Recordaba la última vez que fue. Su
Fernando todavía vivía y pasaron una semana de Agosto en casa de sus cuñados.
Pasaron los días de un lado para otro, riendo y contando antiguas batallitas
con los amigos que todavía vivían allí. Era feliz con Fernando. Desde que él
faltaba su vida se había vuelto aburrida. Sólo los ratos que pasaba con sus
nietos y las tardes en casa de su hermana le hacían salir de la rutina.
Al
cruzar la puerta un golpe de aire frío le azotó la cara. Caminó hacia las
calles del centro. A medida que se acercaba al casco antiguo los adornos
navideños eran más frecuentes. En todas las ciudades se cuidaban más las zonas
comerciales, sobretodo en estas fechas tan señaladas, que el resto de la
ciudad. Los troncos de los árboles estaban rodeados por tiras de leds que
cambiaban de color y enormes campanas luminosas colgaban de cables de acero que
cruzaban la calle de farola a farola. En la puerta de la iglesia un coro
infantil cantaba villancicos ante un público cada vez más numeroso. Se paró a
escuchar. La puerta estaba abierta y del interior del templo surgían las notas
de un órgano acompañando las dulces voces. Cantaban de pie, al abrigo que
proporcionaba el pórtico principal antes de comenzar la escalinata que llevaba
al exterior.
Aplaudió cuando terminaron la última estrofa
de “El tamborilero” y se encaminó a la panadería de la esquina. Era tarde, pero
acababan de sacar las últimas barras y el olor a pan recién horneado inundaba
el local. Pidió una barra de cuarto. Mientras se despedía de la dependienta y
bromeaba con ella sobre lo bien que estaba allí con el frío que hacía en la
calle, notó el calor del crujiente pan en su mano. A su hermana le encantaba el
pan recién hecho. Desde que se quedó viuda pasaba más tiempo con ella pero
últimamente le preocupaba. Había perdido mucho peso. Estaba rara, despistada, y
repetía mucho las mismas cosas. A Remedios le recordaba a su vecina Anselma.
Anselma era una horonda gaditana, muy salada, que vivía en una casa del casco
antiguo al lado de la suya. Poco a poco se fue quedando más delgada y en la cara
se le dibujó una extraña expresión de inocencia. Parecía que reía de todo pero
la sensación era que su mente estaba muy lejos de su cuerpo. Al final se la
llevaron a una residencia a las afueras. No se acordaba del nombre de la
enfermedad, pero le daba mucha pena pensar que su hermana también podía ir
apagándose poco a poco.
Comenzaba
a caer una fina llovizna, así que apretó el paso para llegar lo antes posible
al cruce que le separaba de la zona peatonal del centro del pueblo en la que se
encontraba su casa. Al bajar el bordillo para cruzar el último paso de peatones
resbaló con la pintura mojada y se precipitó hacía la calzada de manera
repentina. Mientras caía pudo ver dos faros a su izquierda que se acercaban a
demasiada velocidad.
Estupendo relato, David. El tiempo pareció dejar de lado a la pobre, siguiendo la línea trágica de tus últimas historias. Un abrazo!!
ResponderEliminarGracias tocayo!!! Espero variar pronto la línea...
EliminarUn abrazo!
Un triste final, que rompe el corazón del lector. Porque las personas mayores, tienen esa fragilidad que uno necesita proteger. Y la vida, que pasa...
ResponderEliminarMuy buen relato, David.
Un fuerte abrazo.
Gracias!! Otro abrazo para ti!
EliminarVaya David, un relato muy detallado donde la mujer da un paseo cotidiano. Pobre mujer al final se cae y le llega la tragedia inevitablemente. Un abrazo
ResponderEliminarNadie sabe lo que se va a encontrar al doblar la esquina...
EliminarUn abrazo María del Carmen
Vaya David. Me has dejado muy mal cuerpo, ¡qué quieres que te diga! Acostumbrado como estoy a escribir fantasía, la dureza de la vida real me golpea como un puño de hierro.
ResponderEliminarMuy buen relato. Un saludo, amigo.
Mis hermanas me echaron bronca por lo mismo!! Es verdad que el final entre cruel e inesperado deja una sensación poco agradable..
EliminarUn abrazo
Muy duro relato que llena de tristeza.
ResponderEliminarSaludos
Espero llenaros de alegría en los próximos!!!
EliminarUn saludo y gracias por la visita!
Hola David. Un durísimo relato que pone en evidencia la fragilidad de los ancianos, algo que deberíamos cuidar más. Lo bueno es que sus últimos pensamiento fueran pensando en su vida de juventud junto a su marido.
ResponderEliminarUn abrazo.
Recuerdos!! Casi siempre nos quedarán los recuerdos...
EliminarUn abrazo Ziortza!