Terminó
de desatascar el desagüe de María, la entrañable abuelita que vivía en el
tercero, y se dirigió al pequeño cubículo que habitaba a la entrada de la
finca. No era más que una zona de la portería habilitada a modo de vivienda. Un
pequeño lavabo y una estancia algo más grande que hacía las funciones de
cocina, salón y, cuando habría el viejo sofá-cama, dormitorio. No era gran
cosa, pero había llegado a un acuerdo con el casero que le permitía vivir allí
a cambio de encargarse del mantenimiento del antiguo edificio.
Bajo
la ducha recordó el día que fundó su primera empresa: Doménech y Doménech
reformas integrales. El duro pero ilusionante trabajo codo con codo junto a su
hermano. Era buena época para la construcción y la pequeña empresa creció como
la espuma. Su vida, hasta entonces humilde, pasó a convertirse en la de un
nuevo rico. Fiestas con famosos día sí y día también hasta que ella se cruzó en
su camino.
Mientras
se secaba mirando el traje que le esperaba colgado de la puerta, el ruido del
tráfico exterior martilleo sus oídos. Nada que ver con lo de aquí a un rato. Sonrió.
La camisa era casi transparente, pero gracias a su dieta obligada, continuaba
sentándole como un guante. Los codos de la chaqueta, tan desgastados como la
suela de los mil veces lustrados zapatos, aguantaban gracias a la calidad del
género. Junto a su teclado, era lo único que mantenía de tiempos mejores.
Andrea
era una preciosa actriz de la que quedó prendado a primera vista. En poco tiempo pasaron a ser una pareja que no podía
faltar en ningún acontecimiento social que se preciase. El nacimiento de su
niña marcó un antes y un después en esa relación. Roberto no quiso frenar su
tren de vida y dejó de lado tanto a su empresa como su familia. Su mente
recuerda entre nieblas aquella época. Viajes y orgías, salpicados de alguna
imagen de su pequeña cantando mientras el acariciaba el precioso piano de cola
que adornaba el salón llegaban a su memoria de forma difusa. Nunca estudió
música, pero su buen oído le otorgaba una fascinante facilidad a la hora de
interpretar canciones conocidas.
Salió
a la calle tras asegurarse que llevaba la entrada. Le había costado dos meses
de propinas y varios fines de semana tocando su viejo teclado en la puerta de
la catedral, pero el capricho valía la pena. El Gran Teatro del Liceo siempre
fue una de sus debilidades y rondando como estaba los sesenta años, tenía que
darse algún capricho por mucho sacrificio que tuviera que hacer a cambio.
Su
matrimonio saltó por los aires a la vez que lo hacía la burbuja inmobiliaria.
Endeudado y sin nada más que sus inmuebles para hacer frente a los pagos, vio
cómo su mujer le ponía las maletas en la calle. Cuatro trajes (de los que ya
solo le quedaba uno), el pequeño teclado que aún le acompañaba a día de hoy y
una colección de relojes gracias a la que sobrevivió durante mucho tiempo. Sus
amigos desaparecieron a la vez que su dinero. De Andrea y de su hija, solo volvió
a tener noticias a través de las revistas.
Ocupó
su asiento en el tercer anfiteatro. No era una gran localidad, aunque en ese
templo y tratándose de un recital de piano, el lugar era lo de menos. Había
llegado pronto, pero se había colgado el cartel de no hay billetes, así que no
tardaría en ver todas las butacas ocupadas. Volvió a sacar su entrada y los
ojos se le humedecieron al ver el rostro impreso sobre una escueta frase:
Recital
de piano de Silvia Domenech.
El dinero que llega fácil, también suele irse fácil, sobre todo si no se tiene un poco de cabeza y mesura para conservarlo. Menos mal que hay más cosas aparte de vil metal que nos hacen seguir adelante y nunca es tarde para tratar de recomponer relaciones rota; el cariño lo puede todo :)
ResponderEliminarBonito relato, David.
¡Un abrazo!
Incluso hay indigentes que tuvieron una vida holgada y feliz hasta que, por azares del destino o por su mala cabeza, lo perdieron todo, y no solo dinero sino también amigos y familia, que es peor. Tu protagonista tiene el consuelo de ver cómo, por lo menos, su hija ha llegado mucho más lejos que él y ha visto satisfecho su sueño.
ResponderEliminarEstupendo relato, triste y muy humano.
Un abrazo.
La rueda de la fortuna unas veces edtá arriba y otras abajo. Nuestro protagonista lo aprendió de la peor manera posible, perdiendo a su mujer e hija hasta el punto de tener que ahorrar para poder ver a Silvia.
ResponderEliminarUn abrazo compañero.