Al
despertar, Andrea escuchó trompetas y tambores, y el sonido de cohetes
explotando le recordó que era el primer día de feria. Tras desayunar, salió a
la calle dispuesta a ir al río, pero un grito de su madre la devolvió a la
realidad: esa mañana tenían que ir de compras al pueblo de al lado y a visitar
a unos parientes que hacía mucho que no veía. “No pasa nada –pensó- ya iré esta
tarde”. Les gustaba el primer día de fiestas porque al río traían piraguas y
dejaban que todos los niños e montasen y remasen por el embalse.
Por
la tarde, después de comer, los cinco mayores se fueron al río. Mario se había
quedado dormido en el suelo, y su padre lo había llevado a la cama para que
echase una buena siesta. Al llegan no había mucha cola y pudieron montarse en
poco tiempo. Andrea y Nuria se subieron en la misma, mientras que David,
Ariadna y Pablo, se montaban cada uno en una piragua distinta, más pequeñas
que las de las dos niñas. La verdad es que sólo a Pablo se le daba un poco bien
el remo. Ariadna solamente aguantaba el equilibrio para no acabar mojada;
David, en su intento de seguir el ritmo de Pablo, no paraba de volcar y pasaba
más tiempo en el agua que sobre la piragua. Nuria y Andrea reían sin parar
cada vez que David caía al agua, pero después de llevar un rato sobre las
barcas, comenzaron a remar y avanzar bastante rápido hasta que David, cansado
de caerse, decidió que sería más divertido hacer que los demás también cayesen.
Dejó su barca con los monitores y se dedicó a nadar, agarrarse a las piraguas
de los demás y balancearlas hasta que todos cayesen al agua. Aparecía cuando
menos se lo esperaban, casi siempre buceando, y todos acababan en el agua entre
risas y gritos.
Cuando
se dieron cuenta estaba atardeciendo, recogieron sus toallas y pusieron rumbo a
casa.
- Esta
noche me pienso montar en las colchonetas por lo menos cinco veces- comentó Pablo mientras se llenaba la boca de moras.
Los colchones inflables
eran la atracción favorita del grupo de amigos. Allí podían saltar y tirarse de
cabeza sin miedo a que les pasara nada, aunque todos sabían que no les dejarían
montarse nada más que un par de veces. Ellos se quejarían y refunfuñarían, pero
como cada año, les recordarían que era el primer día de feria, que si son muy
largas, que si mañana más…. Y ellos acabarían conformándose. ¡Qué remedio!
Tras la cena, todos se
arreglaron para la fiesta. Andrea no quiso ponerse vestido: sabía que cuando se
montase en las colchonetas pasaría más tiempo cabeza abajo que en pie, y si
llevaba vestido se le vería….. Bueno, que estaba más cómoda con pantalones. La
noche era bastante fresca y llegaron a la feria casi a las doce, justo cuando
empezaban los fuegos artificiales. En el pueblo, los fuegos artificiales eran
una tradición que nadie podía perderse. No eran ninguna maravilla, pero en un
lugar pequeño en el que durante el año no hay muchas distracciones, la novedad
de las fiestas se recibe cono gran alegría. De todas formas hay que reconocer
que todos esos chetes explotando a la vez y dando forma a multitud de figuras
de colores, eran un espectáculo digno de ver.
En cuanto acabaron, se
escuchó a todos los niños a la vez:
-
¡Colchonetas!
¡Vamos a las colchonetas! – así que dieron un corto paseo hasta la parte de la
feria donde ese año las habían ubicado.
Un gran dragón verde
que abría la boca fue la primera parada. Los pequeños podían subir por su cola
y entrar por la parte de atrás de su cabeza para después dejarse caer por su
boca y rodar barriga abajo. En la base había animales más pequeños en los que
subirse, parecidos a los que hay en los parques del pueblo de Andrea, ranas,
caballos, vacas… que cuando tenían a alguien encima no paraban de moverse en
todas direcciones hasta que lo hacían caer.
Entraron
nada más llegar, se quitaron los zapatos y antes de que sus padres pagaran la
entrada ya se habían metido y saltaban de un lado para otro. Andrea se subió a
una vaca y se intentó agarrar a los cuernos, pero el impulso fue demasiado
grande y cayó por el otro lado. David y Pablo fueron directos al dragón,
escalaron la cola rápidamente y desaparecieron en el interior de la cabeza.
Ariadna y Nuria saltaban y se empujaban intentando tirarse al colchón. Andrea
se levantó y más despacio que antes volvió a subir a la vaca. Esta vez sí que
lo consiguió. Agarró los cuernos con fuerza, pero cuando llevaba un rato
moviéndose se soltó de una mano para saludar a su tío David que la observaba
desde fuera. Agitó la mano en el aire.
- ¡Mira
tete, soy un cowboy! – después de decir eso, ¡pumba! La vaca se inclinó hacia
delante y la pequeña voló por encima de los cuernos para caer de cabeza al
colchón. Al levantarse escuchó y grito y vio a los dos niños saltando desde la
boca del dragón y rodando hacia donde ella se encontraba. Mario no paraba de
reírse. Al ser el más pequeño, cada vez que alguien pisaba cerca suyo lo
desequilibraba y hacía que cayera. Ahora ni si quiera intentaba levantarse,
sólo reía y reía feliz viendo como sus amigos caían a su alrededor.
Al salir de la
colchoneta todos suplicaron a los padres que les dejaran una vez más, sólo una
vez más. La respuesta fue la que esperaban: que si es el primer día, que si las
ferias son muy largas, que si mañana más…. Total, que no. Dieron un paseo para
ver el resto de atracciones, tomaron un helado y pusieron rumbo a casa. Por el
camino Mario se quedó dormido en el carrito. Andrea lo miró, habían tenido un
día tan ajetreado que no habían hablado de la noche anterior, y ahora, al ver a
su hermano durmiendo, se preguntaba si realmente estaba con ellos o si ya habría viajado a Trabubulandia.
Así fueron pasando las
vacaciones: de día los niños jugaban en el pueblo (si la lluvia lo permitía) y
las noches las pasaban explorando y jugando en la tierra de los sueños. Y así
fue como llegó la última noche, al día siguiente volvían a la ciudad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario