Una vez, al cerrar los ojos y quedarme dormido, comencé un viaje alucinante a un lugar maravilloso en el que todo era posible. Llegué a un bosque lleno de magia. Esta es la historia de unos niños, que años después que yo, comenzaron el mismo sorprendente viaje y se sumergieron en la tierra de los sueños.
Bienvenidos a Trabubulandia…..
Cada vez estaban más cerca del pueblo. Andrea miraba excitada a través de los cristales de la ventana del coche y tan sólo veía pasar las filas de olivos que adornaban ambos lados de la carretera. Tenía ocho años, y después de un largo curso en la ciudad, por fin habían llegado las vacaciones de verano. El pelo castaño, corto, le brillaba con los últimos rayos de sol de la tarde, mientras una amplia sonrisa iluminaba su cara y las seis o siete pecas que rodeaban su pequeña nariz. A su lado su hermano pequeño cantaba. Estaba viendo una película de dibujos en el DVD del coche, y mientras los protagonistas entonaban alegres canciones, el no paraba de bailar en su sillita. A pesar de sus 3 años recién cumplidos, era un niño pequeño y revoltoso al que le encantaba jugar con su hermana.
A medida que descendían hacia el valle del Guadalquivir y se acercaban más al rio, los olivos daban paso a pinos y otros árboles propios de la sierra a la que se dirigían. Al final de la carretera se veían algunas casas, las primeras del pueblo.
- Ya llegamos – dijo el padre de Andrea.
Pasaron cuatro o cinco curvas, entraron en el pueblo y cruzaron el puente. Pudieron ver que el rio bajaba con muchísima agua gracias a las lluvias de los últimos días y a la nieve que había caído durante el invierno en las montañas y ya se había fundido. Podo después entraron en una calle estrecha y sin salida. Al final de la calle, David, el tío de Mario y Andrea, leía sentado en el escalón de la puerta. Cuatro o cinco niños jugaban a fútbol y el coche de los primos de Madrid estaba aparcado a la derecha.
Andrea bajó la ventana y gritó mientras agitaba la mano. Por fin estaba en el pueblo, por fin de vacaciones. Lo que ella no sabía era todo lo que le iba a suceder ese verano, un verano lleno de aventuras y diversión, un verano en el que conocería a personas seres increíbles, un verano en el que iban a pasar cosas que no olvidaría durante el resto de su vida, un verano que estaba a punto de comenzar….
Bajó del coche de un salto y corrió a abrazar a su tío.
-¡Hola tete!- Gritó mientras este la levantaba del suelo y la colocaba con la cabeza mirando hacia abajo. Mientras giraba en el aire escuchó a la vez a su abuela que salía de casa y a Mario, que después de bajar del coche, salió disparado hacia ellos.
-Deja a la chiquilla en el suelo- decía la yaya Catalina.
-Tete, yo tero. Yo tamien tero!!!
Así que David hizo caso a los dos. Soltó en el suelo a Andrea y comenzó a hacer girar a Mario mientras este reía como un loco. Andrea se tiró a por su abuela y después de que esta la apretujara y le dijese lo bonita y grande que estaba, todos ayudaron a sacar el equipaje del coche y a meterlo en casa, porque se había hecho tarde y ya era la hora de la cena.
La casa del pueblo no era muy grande: un pequeño escalón daba paso a un pasillo con una habitación a cada lado. Eran habitaciones bastante amplias, con dos camas cada una y unan gran ventana que daba a la calle por la que habían llegado. Al final del pasillo se llegaba a un comedor en el que había tres puertas. Una, junto a la tele, te conducía a una pequeña cocina. Otra a la habitación de la yaya y la tercera a un patio completamente blanco que tenías que cruzar para llegar al cuarto de baño. En la mesa del comedor estaba preparada la cena.
Andrea y sus primos jugaban en la calle con Pablo y Nuria, dos hermanos mellizos de Valencia que veraneaban todos los años en una gran casa que había al final de la calle. Pese a ser mellizos no se parecían en nada: Pablo era rubio y fuerte para su edad, un poco más alto que Andrea y con una sonrisa permanente en la cara. Nuria era más delgada y bajita que su hermano y llevaba una larga melena morena recogida en una coleta.
-Mira tata, llevo tentientes- Mario salía corriendo de casa de su abuela con dos cerezas colgando de las orejas- Teno tentientes, teno tentientes – cantaba mientras saltaba alrededor de los mayores.
Se había hecho noche cerrada, la luna iluminaba el cielo y un manto de brillantes estrellas cubría el pueblo por todos los costados. Allí fue cuando medio en serio medio en broma, David comenzó a hablar a los pequeños de cosas que sucedían desde que él era niño y de los seres que las causaban.
Andrea se tumbó en la cama pensando en los extraños seres que su tío había descrito. Había explicado como unos pequeños duendes, de un medio metro, eran causantes de extraños sucesos con sus continuas travesuras. Se quedó dormida pensando en cómo serían esos personajes a los que David juraba haber visto y que según el vivían en un bosque muy cercano. Se durmió pensando en los trabubus.
Despertó cuando notó algo en la oreja, era como si le estuviesen haciendo cosquillas con una pajita. Se rascó y levantó la cara para verse tendida en el claro de un bosque. Se frotó los ojos y escuchó una risa, pero al girarse allí no había nadie. Miró al cielo, una extraña luz anaranjada lo iluminaba todo, pero lo raro era que la luz no provenía del sol: tres lunas, una llena, una creciente y otra menguante eran las causantes del brillo que se propagaba por el prado. Se levantó y tras intentar dar un paso, algo le hizo caer provocando un grito. Se volvieron a escuchar risas, pero al mirar, no puedo ver a nadie, solo el bosque que la rodeaba. Alguien había atado el cordón de su bamba derecha con el de su bamba izquierda.
-Que gracioso, no me extraña que me haya caído. Vaya porrazo- dijo mientras arreglaba los cordones, sacudía sus ropas y volvía a levantarse- Por lo menos podías decirme quien eres y como puedo volver a mi cama…
Entonces fue cuando Andrea escuchó por primera vez una cancioncilla que le acompañaría durante el resto del verano:
“Los trabubus somos duendes de colores,
Pequeños y traviesos, siempre estoy de vacaciones.
Soy un trabubuuuuuuu… y esto es Trabubulandia”
Era un ser pequeño y regordete de color marrón verdoso. Tenía una gran nariz y dos ojos muy chiquititos. A los lados de su cabeza surgían dos especie de trompetillas a modo de orejas y un largo rabo y dos pequeños cuernecillos completaban la curiosa apariencia de ese personaje que parecía sacado de una fábula de la antigüedad.
-Hola – dijo Andrea entre sorprendida y asustada- ¿Quién o qué eres?
-Buena pregunta –contesto rascándose la cabeza con su cola- Me llamo Montrarius, pero mis amigos me llaman Monty, y me parece que ya te he dicho lo que soy.
-¿Un trabubu?
-Efectivamente, y si quieres seré tu guía en este maravilloso mundo, mi mundo. Bienvenida a Trabubulandia.
Chasqueó los dedos y fue como encender la luz: la luna llena se convirtió en un gran sol, y aunque la luz seguía siendo anaranjada, tanto el claro como el bosque quedaron completamente iluminados. Al mirar a su alrededor se dio cuenta de que los troncos de los arboles no eran marrones…¡eran rosas!, y de cada rama crecían hojas de distintos colores: azules, rojas, amarillas, blancas… todas ellas salpicadas de numerosas flores.
-¿Todas las flores son verdes?- preguntó Andrea con la boca abierta- Que sitio más raro.
-Puede que a tus ojos les resulte un lugar un tanto extraño –replico Montrarius- pero te voy a demostrar que en tu mundo posiblemente no halles rincones tan bonitos como los que hay aquí. Acompáñame.
Comenzó a caminar dando saltitos, ¡y con tres saltos cruzó el claro y se internó en el bosque dejando a Andrea atrás! Al momento volvió a aparecer para ofrecer a la niña unos calcetines roñosos y llenos de agujeros que sacó de algún bolsillo de su pantalón. Ante la duda de la pequeña, le explicó que eran unos calcetines mágicos, que se los podía poner encima de sus bambas y que solo así se podría mover al mismo ritmo que lo hacía él. Al colocarse los calcetines, se sintió ligera, y con el primer paso avanzó unos cuatro metros, así que se dispuso a seguir a Monty aunque no había conseguido cambiar la cara de asombro que se le había quedado después del primer salto.
Mientras se adentraban en el bosque, Andrea se dio cuenta de que Montrarius había cambiado de color y ahora era de un azul verdoso bastante pálido. Al advertir como le miraba, el duende adivinó la sorpresa en la cara de la niña y decidió explicarse.
-Podemos cambiar de color. Antes estaba camuflado para gastarte la broma, pero este es mi aspecto favorito.
Equipada con los calcetines, pudo apreciar la belleza del bosque en todo su esplendor. Caminó por un sendero de pinos azules en los que crecían tomates y grandes flores verdes de tres pétalos. Aunque no llegó a ver ninguno, el canto de los pájaros les acompañó durante todo el paseo. Transitaron por el borde de un precipicio al otro lado del cual se veía un bosque negro y tenebroso. Monty le contó que ese era el único problema que existía en Trabubulandia, pero no quiso dar más explicaciones a Andrea. Llegaron a un pequeño lago junto a una cascada, a los pies de una montaña nevada y se dieron un baño. A pesar de provenir de la nieve, el agua del arroyo estaba caliente, y eso permitía que lo habitasen una infinidad de peces tropicales de colores muy llamativos. Podían notar como jugaban entre sus pies y les hacían cosquillas con la cola al dar vueltas a su alrededor. Tras el baño, se sentaron a la sombra de un árbol rojo del que colgaban un montón de cerezas azules.
-Pruébalas – le ofreció el duende- Son muy dulces.
Así fue, como tumbada bajo el cerezo rojo y con el dulce sabor a cerezas en su boca, Andrea volvió a dormirse entre el murmullo de la cascada y el canto de los pajarillos.
Bonito cuento, es importante cuando no dejamos de ser niños.Saludos cordiales desde Puerto La Cruz Anzoátegui Venezuela.
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