Miré
el reloj de la estación central de Amsterdam y comprobé que todavía faltaba
casi media hora para que saliera nuestro tren. La mayoría de compañeros de
clase se encontraban repartidos entre las dos cafeterías, lejos de mi posición.
Elena, sujetando un capuccino, reía alegremente con sus dos trenzas
sobresaliendo bajo un gorro de lana de colores. Estaba preciosa. Junto a mi, un
piano con su banco vacío invitándome a ocupar ese lugar que tan bien conocía.
Nadie
me miraba. Nadie me hacía caso. Nada había cambiado durante el último curso de
bachiller.
Nunca
fui un chico popular, tampoco quería serlo, pero de ahí a resultar transparente
había todo un mundo difícil de asimilar. Sí, vale que mi estilo no era habitual
para mi edad, que a veces pensaba que había nacido años más tarde de cuando me
tocaba. El regeeton y el trap que solía sonar cuando mis compañeros se reunían,
contrastaba con el rock que reventaba mis tímpanos a través de los auriculares.
“Nothing
else matters” pensé. Me recordó aquella versión de Lucie Silvas que, a pesar de
no ser mi favorita, era ideal para tocar al piano. Mis manos cobraron vida
propia. Los dedos acariciaban el marfil bicolor provocando que los primeros
acordes de la canción resonasen en el vestíbulo. Era la primera vez que tocaba
en público, pero no me importó. Estábamos solos el piano, la música y yo.
Abstraído como me encontraba, no me di cuenta de que alguien se
había apoyado
en una columna, justo detrás de mí, hasta que su voz me trajo de nuevo a la
realidad. Una voz dulce entonaba la letra del que para mí era un himno con la
solemnidad que se merecía. No me giré, volví a concentrarme y a disfrutar de
aquel estado cercano al éxtasis. Mis dedos bailaban guiados por algo que surgía
de mi interior mientras música y letra giraban sobre si mismas en una especie
de baile que, muy a mi pesar, se acercaba a su fin.
Cuando
las últimas notas sonaron, la chica pecosa, ya sentada a mi lado, me besó levemente
en los labios y me susurró al oído: “Por siempre, confía en quien eres. Nada
más importa”. Se levantó y desapareció por uno de los pasillos mientras mis
compañeros de clase aplaudían entre la sorpresa y la admiración. Elena me
sonreía desde la distancia. Me pareció ver un atisbo de celos en su mirada.
Desde
aquel día, no es que pueda llamarme popular, pero ya no soy transparente.
Aunque no he sido yo quien ha cambiado…
Bonita historia. A veces hay que echarle valor para dejar de ser invisible a ojos de quien quieres que se fije en tí. Me ha recordado un poco mis años de adolescente. Pero yo no sabía tocar el piano. De haber sabido, quizá las cosas me habrían ido de otro modo, jeje.
ResponderEliminarUn abrazo.
Yo también he estado toda mi vida en un segundo plano pero no he cambiado mi forma de ser por lo que la gente pudiera pensar. Ni piano, ni guitarra, ni violín, ni na de na.
EliminarGracias por pasarte.
Un abrazo
Muy buen relato. Juzgamos a la gente por la apariencia externa y por cosas que no tienen ninguna importancia y, a veces, nos llevamos sorpresas enormes cuando nos muestran algo de lo que tienen en su interior. Y todo eso, para bien y para mal.
ResponderEliminarUn beso.
Cada uno tiene que ser como es, sin aparentar, para bien y para mal. Tu lo has dicho :)
EliminarUn beso.
Bonita historia David y me ha gustado la manera en que ha decidido dejar de ser invisible. Quedarse solo con el exterior es un gran error pero por desgracia pasa con mucha frecuencia.
ResponderEliminarBesos
A día de hoy la fachada es lo que vende!! La gente original no está muy bien vista.
EliminarPetonets!!