-¡Y encima ahora se pone a llover!
Caminaba
cabizbajo alejándose de la estación de tren. Otro día pateando polígonos,
dejando currículums y recibiendo negativas. Hacía ya más de dos años que su
vida había tomado un giro hacia ninguna parte: veinte años trabajando en la construcción
no sirvieron de nada cuando la burbuja inmobiliaria decidió que se había
cansado de colaborar con el enriquecimiento de los especuladores.
Al
principio no le preocupó. Entre el subsidio por desempleo y el sueldo de su
mujer tenían más que suficiente para mantener al niño y cubrir gastos, pero a
medida que fueron pasando los meses su carácter cambió. Cambió a peor, hasta el
punto de perderlo todo. Cayó en un ostracismo del que no podía salir, tal vez
porque en el fondo no quería hacerlo. Las discusiones en casa se convirtieron
en algo tan habitual como su costumbre de autocompadecerse sin intentar hacer
nada que cambiase la dinámica negativa.
Tras
el divorcio, se alquiló un piso en la misma ciudad para poder seguir estando
cerca de su hijo, pero seguía sin encontrar trabajo y su maltrecha economía se
resintió hasta el punto de tener que dejar el piso y trasladarse a su ciudad
natal para vivir con su madre.
Las
cosas no habían mejorado demasiado. Ahora sí buscaba trabajo con ahínco, le
daba igual la función que tuviese que realizar, pero éste no aparecía por mucho
que navegase por webs laborales o por muchos kilómetros que patease haciendo
entrevistas para empresas que siempre encontraban otro candidato más adecuado a
lo que buscaban.
Mientras
abría la puerta escuchó voces en el interior del piso. No le apetecía nada
tener que poner buena cara delante de las visitas, pero fuese quien fuese, no
sería el culpable de su mala fortuna. Entró saludando en voz alta, cerró la
puerta y se giró en el momento justo en que su sobrino de cuatro años se lanzaba
en sus brazos riendo.
Sonrió.
Después de todo, la vida era maravillosa.
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