Siempre me ha gustado pasear por esa
zona de París. Cruzaba el puente de Saint Louis en dirección a la pequeña isla
que tenía el mismo nombre. Detrás de mí, Notre Dame se alzaba majestuosa en la
isla de la Cité, bañada por los rayos del sol que iluminaban los primeros días
de otoño. En el centro del puente, una pequeña orquesta alegraba la mañana a
los transeúntes con temas tradicionales de la cultura gala. Bajo nosotros el Sena,
cargado de sueños y confesiones, circulaba lentamente, incluso parecía
detenerse a admirar la catedral y disfrutar de la música que inundaba el
ambiente.
Metí la mano en el bolsillo y saqué unas cuantas
monedas y un caramelo que siempre llevaba conmigo. Desde que comencé a tratarme
la diabetes, los caramelos me habían hecho recuperar de más de un bajón de azúcar.
Coloqué dos monedas en la funda del violín de aquellos artistas callejeros
antes de escuchar otra canción y adentrarme en el pequeño barrio comercial sin
rumbo fijo.
Aquella
es una zona peculiar: algunas tiendas de recuerdos conviven puerta con puerta
con galerías de arte y restaurantes en los que no resulta barato degustar las
bondades de una de las mejores cocinas del mundo. Las tiendas de quesos son tan
frecuentes como las pequeñas bodegas especializadas en vinos para los paladares
más selectos.
Fue
precisamente al mirar el interior de una pequeña tienda a través del escaparate
cuando me fijé en ella. No era espectacular, más bien pequeña y discreta, pero
inundaba la tienda con su sola presencia. Las mariposas que noté en el estómago
me dejaron claro que tenía que intentar algo. No podía dejarla allí e ignorar lo que sentía sin más.
Entré a la tienda consciente de que
estaba iniciando algo que podría acarrearme problemas, pero me resultaba
demasiado difícil controlar mis instintos más primarios. Caminé entre los
distintos artículos, como distraído, pero sin poder dejar de mirarla, de admirarla…
Cogí una pequeña lata para guardar capsulas de café con un dibujo del Sacré Coeur en la tapa y me dispuse a pasar por su lado. Al acercarme a ella su fragancia me terminó de cautivar. Ese olor a canela y cítricos, dulce y especiado a la
vez, me hizo desearla y querer hacerla mía allí mismo.
En el momento que la miré, los dos
supimos que terminaríamos juntos. En mi cara se dibujó una sonrisa de
satisfacción al darme cuenta de cómo iba a terminar esa historia. No habría
remordimientos, no pensaría en las consecuencias...
La cogí suavemente y nos encaminamos a
la salida. La cajera me dedicó una sonrisa cómplice mientras me cobraba y me
deseaba un buen día en ese idioma que tan sensual sonaba en la voz de una
mujer. Al salir por la puerta no pude controlarme más y me llevé la enorme cookie
de manzana y canela a la boca.
Muy bueno el relato le diste la vuelta para dejarnos patidifusos. Un abrazo
ResponderEliminarGracias Maria del Carmen. Fácil crear si consigues trasladarte a esa zona...
EliminarMe ha gustado. Con un final muy original.
ResponderEliminarGracias!!! Un dulce final.. :)
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