Nunca olvidaré la primera vez que la
vi. Estaba paseando al borde del abismo. Mis pies avanzaban uno tras otro, a buen
ritmo y sin atisbo de dudas aunque escasos centímetros me separaban de una
caída que podía ser mortal. Su voz me desequilibró. Avanzaba por la acera con
los cascos puestos, tarareando una canción de Melendi. Al escucharla, levanté
la cabeza y a punto estuve de torcerme el tobillo con el bordillo por el que
caminaba. Me miró y se le escapó una carcajada. Sus ojos verdes se clavaron en
los míos y me dedicó una maravillosa sonrisa justo antes de girarse y continuar
su camino cantando y moviendo su cuerpo al son de la pegadiza rumba.
La siguiente
vez que la vi, me encontraba bajando la Rambla de Gavá con la importante misión
de evitar que el mundo explotase. Sólo podía pisar las baldosas blancas, si
pisaba una roja… BOOM!!!!! El mundo entero saltaría por los aires llevándose
consigo a la humanidad entera. Concentrado en salvar el mundo como estaba, no
la vi hasta que pisó la misma baldosa que yo y a punto estuvimos de chocar.
Esos ojos, alegres y risueños, me miraron mientras entre risas soltaba un “lo
siento” a modo de disculpa. Observé como se alejaba de mí, rambla arriba,
evitando pisar las baldosas rojas…
Había
llegado otoño. Paseaba entre los montones de hojas secas que habían quedado
apiladas junto al parque después de que los servicios de limpieza despejasen la
acera. Me encanta escuchar sus crujidos al pisarlas y removerlas, aunque me
controlaba para no dar patadas que puteasen a los barrenderos. La vi llegar de su brazo. Era un
hombre alto que vestía ropa elegante y unos zapatos recién lustrados. Hablaba
por teléfono sin hacer mucho caso a la chica que llevaba a su lado. Ella
levantó la cabeza. Una sonrisa forzada se formó en su boca mientras me dirigía
una mirada triste, sin esa chispa que la felicidad enciende. El giró
momentáneamente la vista y leí un atisbo de reproche en sus ojos al verme entre
las hojas. Sin duda pensaba que caminar por allí no era propio de una persona
adulta y responsable. No se daba cuenta de que la chica que caminaba de su
brazo se moría de ganas de dejarse llevar y patear la hojarasca.
Hoy llueve.
He salido a pasear sin paraguas, dejando que las gotas que caen del cielo
empapen mi ropa. No me quito de la cabeza la melancolía de noté en su rostro la
última vez que me la crucé. Yo nunca seré como ese estirado, no pienso cambiar.
Al doblar la esquina escucho a ese chico travieso que vive en mí pedirme que
salte sobre el gran charco que hay en
medio de la calle. Justo cuando empiezo mi danza la veo aparecer: lleva
un chubasquero amarillo, pero no tiene puesta la capucha. Su pelo, lacio a
causa del agua que lo moja, enmarca una cara que vuelve a sonreír de manera
sincera. Me encanta esa sonrisa. Ahora mismo solo tengo claro lo que el Peter
Pan que llevo dentro me grita: si entra al charco y baila conmigo, me la como a
besos aquí mismo…
Qué relato tan precioso, David. Es de una ternura enorme y creo que en gran parte retrata al niño interior que muchos llevamos dentro y el que le prestamos menos atención de la que deberíamos. ¡Bien por tu protagonista que no piensa cambiar! :))
ResponderEliminarUn saludo y enhorabuena por el texto, me ha gustado mucho.
Gracias Julia!!! A los niños hay que prestarles atención estén donde estén
EliminarPrecioso relato donde nos deja ver el niño que se lleva dentro, amigo de hacer travesuras. Un abrazo
ResponderEliminarGracias Maria del Carmen!!!
Eliminar¡Felicidades! precioso relato, creo que es el más maduro de todos.
ResponderEliminarEs curioso que el para escribir el relato más maduro haya tenido que sacar mi lado más infantil!! Espero que los que vengan después también te gusten.
EliminarHola David,
ResponderEliminarMuchas gracias por la recomendación, :)
Me ha encantado leer este relato. Nuestros niños interiores nunca, nunca, tienen que desaparecer.
Un abrazo.